Las Utopías en el Cine
A modo de reflexión, casi para que os entretengáis en el verano, os dejo este comentario de José María Fernández Paniagua, crítico de cine.
No es necesario que os lo leais de golpe, poco a poco y tratando de encontrar las películas recomendadas. Algunas de ellas ya nos han servido en clase para explicar temas de filosofía.
Al final os dejo un enlace a Televisión a la carta, para que veáis y oigáis un documental de la Uned sobre este tema.
Yo creo que pare un verano, está bien.
Y si no tenéis tiempo porque el descnaso es total, leed, leed, leed. Nunca viene mal.
Amelia Fernández
LECTURA
UTÓPICA DE LA REALIDAD EN EL CINE
APÉNDICE
CURSO 2011-2012
Futuros
reconocibles, utopías
y distopías en el cine
y distopías en el cine
En
cartelera debe estar aún “Código
66”, la última película del prolífico y heterodoxo
realizador británico Michael Winterbottom. Se trata de una curiosa
producción ambientada en un futuro, presumiblemente cercano, y que,
aunque puede que solo satisfaga por completo a los aficionados al
género, resulta una interesante historia que adopta una posición
crítica sobre temas que no resultan tan lejanos -ni tan futuribles-
como son: el sutil y progresivo control estatal -o por parte de
grandes compañías especializadas en bio-genética- de la
ciudadanía, incluso mediante una punición tan sutilmente aberrante
como es la extirpación de la memoria; el cierre de fronteras a la
inmigración -la protagonista es una falsificadora de “seguros”
para poder viajar a otros lugares-; las intolerables desigualdades,
con multitud de seres humanos condenados a vivir en un, literal,
desierto, tratando de acceder a la sociedad del bienestar. Todo ello
envuelto en una curiosa historia de amor que el sistema ha decidido
imposible por lo que, finalmente, el abismo entre clases resultará
prácticamente imposible de franquear; este aspecto de la historia,
subjetivizado en sus dos protagonistas, merece otro tipo de análisis
no menos interesante. Algunos elementos de la película -que, según
creo no tiene ninguna base literaria pero parece ecléctica en su
inspiración- harían las delicias de uno de los más grandes
escritores de ciencia ficción como es Philiph K. Dick; sus
obsesiones personales, repetidas en la mayor parte de sus novelas,
parecen homenajeadas en “Código 96” al reflexionar sobre la
verdadera identidad del ser humano, manipulado por elementos ajenos a
él como son la tecnología, puesta al servicio de sistemas de
control, o la drogas, perfeccionadas para substituir a las emociones
humanas, con la consecuente fabricación de realidades virtuales.
El
interesante universo de K. Dick encontró su mejor adaptación
cinematográfica en “Blade
Runner” (Ridley Scott, 1982), historia donde unos seres,
creados por la tecnología humana para servir de esclavos, se rebelan
contra la mano opresora del hombre -o, concretando, contra el
despótico “creador”- y son policialmente perseguidos durante
toda la película por la autoritaria maquinaria estatal, de cuyo
engranaje han decidido no formar parte en un proceso progresivo de
humanización y autoconsciencia. Los autores de la adaptación fueron
incluso más allá de la novela original e insinuaron que el policía
protagonista -cuya feroz labor represiva es admitida por su propia
voz en off al comienzo, eliminada en un montaje posterior- podía
ser, igualmente, un “replicante” -término con el que se conoce a
los seres creados gracias a los avances en bio-genética-.
Otras
costosas producciones de Hollywood, inspiradas en relatos de K. Dick,
han tenido desiguales resultados como “Desafío
total” (“Total Recall”, Paul Verhoeven, 1990), donde la
manipulación de la memoria hace que el protagonista pase de héroe a
villano en un interesante juego de identidades que escapa al
maniqueísmo habitual de estas producciones, o “Minority
report” (Steven Spielberg, 2002) que, sobre una premisa
argumental interesantísima como es una sociedad futura donde se
juzga a las personas antes de que cometan los delitos -acciones
preventivas podrían llamarse para buscar la identificación con la
bélica realidad de nuestros Estados-, el director patina
lamentablemente en un, habitual en su filmografía, moralizante y
falso final feliz que puede resultar, quizá, tranquilizador para las
conciencias norteamericanas más pueriles que confían, finalmente y
a pesar de todo, en el sistema por muchos errores que cometa.
El
mencionado Paul Verhoeven dirigió también en 1997 “Las
brigadas del espacio” (“Starship troppers”), curiosa e
infravalorada película que, traicionando con fortuna el clásico de
la literatura de ciencia-ficción en que se inspira- resulta una
perfecta sátira anti-militarista; no fue entendida por muchos que
acusaron a Verhoeven de reacccionario y ultraviolento cuando resultan
diáfanas las intenciones de situar a unos jóvenes protagonistas en
una sociedad, de clara inspiración fascista, que adoctrina para unos
valores jerarquizadores y beligerantes.
Del
mismo realizador es “Robocop”
(1987), otra violenta producción que muestra un futuro
cercano donde el crimen se ha disparado -es curiosa la crítica
implícita que se muestra, en la mayor parte de estas producciones, a
un sistema económico tremendamente desigualitario que no depara nada
bueno- por lo que las técnicas policiales buscan perfección y, al
mismo tiempo, rentabilidad al caer en manos privadas; es interesante
tanto la denuncia de la perversión de la tecnología para un uso
paliativo de aquellos males que provoca el mismo sistema, como la
mirada crítica hacia la acaparación del poder en grandes
corporaciones.
Tanto
en esta película como en “Mad
max” (George Miller, 1978), mirada pesimista hacia la
civilización humana con la situación de su trama en un escenario
desértico post-apocalíptico, y a pesar del envoltorio violento y
efectista, se equiparan las actitudes policiales y criminales en una
interdependencia -la represión genera violencia- que parece suponer,
finalmente, más de lo mismo para la raza humana.
Uno
de los grandes éxitos de los últimos años, ya en plena era
digital, lo constituye “Matrix”
(Hnos. Wachowski, 1999); otra visión negra del devenir de la
conducta humana al haber sido devastados los recursos naturales; la
película juega con reflexiones filosóficas tremendamente
interesantes centradas en unos protagonistas que renuncian a una
cómoda vida virtual -planificada por una inteligencia artificial que
utiliza a los seres humanos como fuente de energía- demandando
libertad y, consecuentemente, una vida real -una línea de diálogo
dice: ”...cuando vayas al trabajo o la iglesia, desconocerás que
es porque Matrix así lo ha decidido”-. Pero dejemos a un lado
estas producciones recientes que, aunque con elementos sociológicos
y políticos interesantes, finalmente se sumergen en un mercado que
termina por fagocitar todo elemento cultural y envolverlo de una
industria del entretenimiento cada vez más banalizada.
Algunos
imprescindibles clásicos.
Ya
en el cine mudo se creó una anti-utopía como
“Metrópolis” (Fritz
Lang, 1926), considerada hoy una obra maestra, en la que se muestra
la pesadilla de un futuro dominado por las máquinas y en el que la
clase trabajadora ha sido aún más esclavizada. Se trata de un claro
precedente de el mundo feliz escrito por Aldoux Huxley en 1931, el
cual no ha tenido ninguna adaptación fílmica de enjundia -recuerdo
una serie televisiva a comienzos de los ochenta que me impactó
aunque era yo un chaval- pero resulta una obra de referencia y su
influencia es clara en multitud de relatos literarios o
cinematográficos que reflejan los temores de una sociedad futura
hipertecnificada donde no hay cabida para el libre albedrío.
Curiosamente, años después de ser escrita, Huxley escribió un
prólogo donde se mostraba más optimista y querría haber mostrado
la posibilidad para la humanidad de construir una sociedad
cooperativa, de economía descentralizada -al modo kropotkiniano- y
donde la ciencia y tecnología tuvieran un fin humanista y no acabará
convirtiendo en esclavo al ser humano. Es curioso, como Huxley, y más
tarde Orwell, tuvieron una mentalidad claramente progresista y, a
pesar de ello o puede que por ello, mostraran su temor a la
perversión de la tecnología y el socialismo -la Unión Soviética
era ya una triste realidad- con la construcción ficticia de utopías
pesimistas que eran el resultado del tiempo que les tocó vivir con
sus grandes sistemas totalitarios.
George
Orwell, que simpatizó con el anarquismo al combatir en España, a
pesar de considerarse socialista pero sin dejar a un lado su amor por
la libertad, escribió su “1984” en 1948. Existen dos
adaptaciones al cine: una de 1956, dirigida por Michael Anderson, de
escaso presupuesto y ambiciones, y otra de 1984, preparada para ser
estrenada el año en que el escritor situó su ficción con unas
claras intenciones de denuncia no demasiado alejadas en el tiempo
-“Un mundo feliz” transcurría seis siglos en el futuro-. “1984”
puede que resulte la más realista de las utopías pesimistas jamás
creadas, muy bien comprendido en la película de Radford con una
estética nada futurista sino, muy al contrario, más propia de los
años en que fue gestada la novela. Los temores de Orwell pueden
parecer exagerados pero su crítica va más allá del totalitarismo y
muestra cómo el poder se alimenta de sí mismo, anula al individuo
negándole -o transformando- la información y muestra una sociedad
constantemente amenazada -algo que nos resultará reconocible en la
actualidad- donde difícilmente tienen cabida la libertad de
expresión o, incluso, de pensamiento -así se llama un cuerpo
policial del Estado-.
Muy
deudora de la obra de Orwell es “Brazil”
(Terry Gilliam, 1985), aunque con una estética muy diferente e
intenciones algo satíricas, muestra una sociedad perfectamente
ordenada gracias a la permanente presencia del Estado -una estructura
de vigilancia más sutil que en la pesadilla orwelliana, similar a la
establecida por el filósofo Foucault, que garantiza la pasividad y
el control del individuo- con un peculiar combatiente anti-sistema,
interpretado por Robert De Niro, y un tranquilo burócrata que
acabará, por amor, enfrentándose al Estado y negando su condición
de gris pieza del sistema.
“Farenheit”
(François Truffaut, 1966) es una fiel adaptación de la
novela homónima de Ray Bradbury; publicada pocos años después de
“1984”, resulta una digna continuadora en la descripción de
utopías terribles que resultan un desesperado canto a la libertad,
realizado de nuevo con asombrosas predicciones: una sociedad
conformista, con grandes pantallas de televisión en los hogares que
buscan un placer inmediato que anule toda capacidad de reflexión, y
proporcionan una información adecuada a los intereses del poder; los
libros, como fuente de sabiduría, están proscritos por lo que
existe un cuerpo del Estado -”firemen”, que se traduciría como
bomberos, pero en su versión original en inglés tiene el doble
sentido adecuado: “hombres del fuego”- que se dedica a la
persecución y posterior quema del material literario.
Otra
obra del celuloide que da imágenes a un clásico de la literatura de
ciencia ficción es “La
naranja mecánica”, del excesivamente encumbrado Stanley
Kubrick aunque con obras imprescindibles para la historia del cine;
el futuro cercano que se plantea en la historia -por cierto, que
parece que su traducción parte de un error, el original era el mucho
más explícito de “El hombre mecánico”-, no por excesiva no
resulta menos temible, retrata una juventud nihilista, violenta,
racista, con plena inmunidad ante la indiferencia moral de la mayor
parte de los ciudadanos que viven aislados en sus torres de marfil;
el protagonista Alex, exponente de un comportamiento criminal, es
detenido y utilizado en un proyecto científico-estatal que pretende,
en una suerte de terapia conductista, controlar a los individuos para
eliminar acciones indeseables; dicho proyecto resultará un fracaso y
en un irónico final, Alex será víctima de sus antiguos compañeros
de banda convertidos ahora en policías. En nuestras manos está el
combatir la ausencia de valores -o valores negativos-, que supondrían
caldo de cultivo para una generación de Alex kubrickianos, y
estructuras de poder -muchas veces, llamadas democráticas- que
pretenden anular el libre albedrío del individuo -cuyos límites,
admitiendo la complejidad del asunto, solo deben estar en los del
prójimo- conforme a intereses muy, muy sospechosos.
Jose
María Fernández Paniagua
Utopías Totalitarias en el cine